Al atravesar el umbral de la puerta principal, la señora Etchegaray, sintió una abrumadora nostalgia por un sitio que nunca conoció. La ambulancia retiraba el cuerpo sin vida del señor Sánchez de Córdoba. Los vecinos husmeaban detrás de la verja sorprendidos con la reciente muerte del anciano. La señora Etchegaray se preguntaba cómo podía extrañar una habitación, un comedor y una cocina que sólo estaban en su imaginación. Todo estaba ordenado y, como intuía la anciana, el clima del lugar era de una absoluta soledad de años. Sólo la cama de la habitación estaba desordenada, fue ahí en donde murió Sánchez de Córdoba, dicen que en un sueño. A un costado, un gran armario con centenares de libros ordenados por autor y obra. Un espejo biselado, mostraba un escritorio con una vieja máquina de escribir con una hoja a medio escribir. Era un párrafo corto, su último párrafo antes de acostarse y morir. Abajo un cesto de basura estaba repleto de papeles destrozados. Un vaso de vidrio marcaba la comisura de los labios del último trago
La señora Etchegaray acarició la maquina. Decidió revisar los cajones del hombre que amaba. Al abrir el primer cajón encontró cartas, infinitas cartas, así en el segundo y en el tercero. Todas se dirigían a ella, cartas de amor y poesías. El anciano solitario también la amaba y la mujer descubría el secreto luego de treinta años. En un segundo descubrió que ambos se querían, pero ahora la ambulancia lo llevaba con lentitud a una morgue. Treinta años después y ni una sola palabra. El amor se escapaba, moría sin haberse revelado.
El día que el señor Sánchez de Córdoba llegó a la calle Sucre, en el barrio de Belgrano, los vecinos apenas pudieron reparar en él. Estaban asomados por las ventanas asustados. La revolución Libertadora invadía con sus aviones la Plaza de Mayo. Las radios desconcertadas, les pedían a las personas que no salieran de sus hogares. Las madres gritando, recogían a los últimos niños que jugaban en la vereda; estaban aterradas por el estruendo de las bombas y los tiros que se oían desde el centro de la ciudad. Sánchez de Córdoba, inmutable, sin prestar atención a la locura colectiva, observó el cartel de su nueva casa que decía: alquilado. Vestía un traje negro pinzado y un sombrero de fieltro. Una larga barba blanca cubría su rostro y en su mano llevaba un portafolio, que parecía pesarle. En otra llevaba una pluma antiquísima. Una mujer joven y hermosa que pasaba por el lugar, lo miró sin entenderlo. Sánchez de Córdoba sin razón alguna le obsequió la pluma. Dio un suspiro y miró al cielo. Vio una y otra vez, a los aviones que se dirigían a un lugar incierto para él. Buscó en sus bolsillos las llaves y abrió la puerta principal. Antes de entrar miró, sin saber por qué a la casa del frente. Una mujer lo miraba con curiosidad, ella no parecía tener miedo a las bombas y tiros de Aramburu y Rojas, no le importaba que la radio “El Mundo” dijera que el General Perón estaba desaparecido. Sólo le intrigó la presencia del nuevo vecino, que ahora con sus dos manos se agachaba a levantar el pesado portafolio. Se miraron por unos instantes. El hombre bajó la mirada y antes de cerrar la puerta, volvió a mirar a la mujer, que seguía mirándolo.
La señora Etchegaray tenía treinta años. Desde la muerte de su padre se había acostumbrado a la soledad. Sólo se relacionaba con sus compañeros de trabajo y algunos vecinos. Muchos hombres deseaban conquistarla de distintas maneras, pero ella parecía cerrada a recibir cualquier propuesta. No conoció el amor y le temía. Las radionovelas de las tres de la tarde en radio Belgrano, con la voz de Oscar Casco, Fernando Ciro, Hilda Bernar, eran su único acercamiento al amor. Hasta que Sánchez de Córdoba llegó a su vida. Esos actores que la conmovían desde un aparato, tomaban vida viendo a su vecino. Él la retrotraía a esas tardes. La imaginación, que era una medicina hermosa por aquellos años, le hizo pensar que tal vez su vecino fuera el personaje principal de las radionovelas.
Sánchez de Córdoba, resultó ser para todo el barrio un perfecto mal educado, un arrogante y un soberbio. Nunca se dignaba a saludar a nadie. Cada vez que salía de su casa con rumbo desconocido, escondía sus ojos celestes bajo la punta de su sombrero ladeado. Ni siquiera se dignaba a preguntar por la salud del pequeño Brunillo, que por una picardía de niños, una tarde de verano había perdido una de sus piernas al quedar atrapado por las ruedas del tranvía. La joven Etchegaray ya se acostumbraba a los reproches de todos contra ese hombre hermético, casi siniestro, pero por dentro sufría ante las críticas hacia el hombre que ella amaba. Su corazón se estremecía cada vez que Sánchez de Córdoba salía de su casa. Él al verla, levantaba su brazo derecho, se sacaba su sombrero y con la otra mano la saludaba. Desde el primer día que lo vio, ella sentía que ese galán imaginario, sólo estaba en este mundo para dirigirse a ella. No quería pensar en sus actitudes de hombre infame.
Pasado unos meses, la joven comenzó a esperarlo en la puerta de su casa, con sus vestidos acampanados y su rodete ajustándole el pelo castaño. El hombre llegaba con su maletín, ignorando todo, pero antes de entrar, repetía la escena de siempre, se sacaba el sombrero y saludaba a la joven mujer.
Ella no volvió a oír la radio, sólo esperaba la salida y la llegada de ese hombre misterioso que nunca tomaba la decisión de cortejarla, de dirigirle la palabra. La joven Etchegaray se moría por hablarle, saber todo sobre su vida, pero la actitud machista y conservadora de la época, la reprimían a cruzar la calle y hablar con ese señor extraño.
Sánchez de Córdoba encerrado en su casa, con las persianas bajas, se quedaba horas mirando cada vez que la mujer salía a regar los geranios, o regresaba de su trabajo. El whisky lo acompañaba en esos momentos. La amaba, pero cómo decirlo. Cómo acercarse y decirle que desde que la había visto su soledad había desaparecido. Cómo decirle que cada noche, esa mujer era la musa de sus poesías y cuentos más perfectos. Cómo decirle todo esto, si desde su nacimiento no escuchaba, no hablaba. Él siempre fue “el sordito”, “el mudo”, del que todos se burlaban apenas lo conocían. Nadie sentía compasión por él. Quería que la magia quedase intacta ante la joven. Al enterarse de su condición ¿no perdería ella el interés? ¿Por qué no dejar todo así? ¿Por qué no dejar pasar el tiempo y amarse de esa forma cobarde, pero sin disgustos?
Treinta años después ya era un anciano de setenta años y la señora Etchegaray tenía sesenta. Ni un sólo día habían cesado los saludos y las miradas. La mujer esperó toda su vida a ese personaje de ficción escapado de una radio, lo esperaba porque algún día le hablaría, algún día su protagonista de la radio le hablaría al oído.
La ambulancia se perdía y la mujer seguía abriendo carta por carta, en ellas se enteraba de las poesías que el hombre de su vida le había dedicado. No sabe cuánto tiempo pasó, pero leyó una por una. No entendía por qué ese amor tan fuerte nunca fue vivido. Se sentó en su escritorio. Al lado de la maquina de escribir, quedaba el vaso de whisky a medio tomar. Con lágrimas tomó la hoja de la máquina, tal vez lo último escrito:
“La he amado por siempre, sólo soy un pobre hombre que no la merece, sólo mis cartas de amor saben cuánto la he amado. Quisiera poder decirle todo lo que la amo, hablar con usted en un viaje que perdure siglos. Sólo rendirme ante la belleza de su rostro. Creo que la magia existe y algún día, emprenderemos esos caminos juntos. He sido temeroso, pero de amor. Mi alma estará siempre con usted. Amo el beso que nunca le di, amo sus caricias que nunca llegaron, amo a nuestros hijos que por algún lado corren y ríen. Gritan, hablan, son felices…”
El párrafo terminaba en esos puntos suspensivos. La señora Etchegaray guardaría por siempre esas cartas y juraba leerlas una y otra vez hasta emprender ese viaje. Guardó cada una en su sobre. En el portafolio que tanto pesaba las escondió como un tesoro. ¿Por qué el galán de sus sueños, el de la radio, no le había hablado ni siquiera una vez? Al abrir la puerta de la casa sintió un cosquilleo en sus oídos. Se dio vuelta y vio que se había olvidado de guardar la hoja de la maquina de escribir. Al acercarse las letras se fueron esfumando hasta quedar la hoja en blanco. Otra vez sintió un cosquilleo en su oído.
“La he amado por siempre, sólo soy un pobre hombre que no la merece, sólo mis cartas de amor saben cuánto la he amado. Quisiera poder decirle todo lo que la amo, hablar con usted en un viaje que perdure siglos. Sólo rendirme ante la belleza de su rostro. Creo que la magia existe y algún día, emprenderemos esos caminos juntos. He sido temeroso, pero de amor. Mi alma estará siempre con usted. Amo el beso que nunca le di, amo sus caricias que nunca llegaron, amo a nuestros hijos que por algún lado corren y ríen. Gritan, hablan, son felices…”
Era su voz, esa voz que siempre quiso escuchar. Abrió el portafolio y al abrir cada carta, las letras desaparecían. Sólo quedaba un papel vació amarillento y la voz que resonaba por toda la casa, diciéndole los poemas más hermosos.
Sir George.
GRACIAS!! un cuento re lindo!! es 1 d esas historias d amor tan lindas y tragicas a la ves xq al fin d cuentas ellos nunca se encontraron vivieron su vida esperando ... y lo encontraron cuando ya no quedaba nada. Triste pero linda!!
ResponderEliminarNoe.
Muchas gracias Noe
ResponderEliminarel toque mágico del final esta muy bien.
ResponderEliminarmuy bien narrada la historia, me atrapó desde el principio...