Escuché la bocina del camión de la mudanza, mientras toda la casa era un gran desorden. Sólo me quedaba embalar la última caja con objetos innecesarios, esos que uno siempre atesora. No sé porqué lo hice, pero había escondido la caja debajo de mi cama, supongo que por si algún visitante inoportuno encontraba mis reliquias teniendo que soportar su burla comprensible. El timbre sonó y me apresuré a sellar la caja porque no quería que los empleados vieran mis intimidades, y por casualidad observé mi mejor recuerdo: el álbum de figuritas de fútbol.
Ahí estaban los héroes de mi niñez que tan bien defendieron sus gloriosas camisetas. ¡Qué jóvenes que eran! Hoy, hombres exitosos y portadores de las mejores reminiscencias para los niños de mi generación. Ellos me divirtieron con sus rostros y yo sé que tuve la mejor selección de figuritas. Lo iba a guardar ya que el timbre insistía, y me acordé del Gringo Frezzoti, mi verdadero ídolo, el mejor jugador que vi en una cancha de fútbol. Di vuelta las hojas ya amarillentas, y recordé el número 84. Un círculo blanco me mostró que el álbum no estaba completo, faltaba la figurita del Gringo Frezzoti.
Mi nueva casa no logró que me olvidara de lo sucedido y con el álbum en la mano me transporté al pasado; era inconmensurable la alegría que sentía los sábados por la tarde porque jugaba el campeón. Desde temprano recortaba todo lo que estuviera a mi alcance y preparaba una bolsa inmensa llena de papelitos. Mi madre no me soportaba, yo le preguntaba cada cinco minutos cuándo llegaría mi padre. El viejo regresaba de trabajar y luego de su almuerzo, me llevaba al estadio del Deportivo. Me aferraba a su mano y disfrutaba ver a la hinchada alentando al equipo: cómo sujetaban sus banderas y trapos y el sonido estridente de los bombos. Siempre íbamos al mismo lugar: el paraabalanchas detrás del arco. Yo sabía que si el Gringo metía un gol, siempre corría a festejarlo al sector donde estábamos nosotros. ¡Cómo lo quería la hinchada! Creo que mi admiración por él, era porque también era un buen tipo. Cuando terminaba el partido lo saludaban todos los rivales y los árbitros, lo aplaudía el público visitante y con gran caballerosidad saludaba a la tribuna femenina que gritaba por el número diez, porque el Gringo tenía su pinta también. Cuando coreaban su nombre, el viejo me subía a sus hombros y el Gringo saludaba sin emocionarse.
Nosotros éramos los últimos en irnos de la cancha y a mi me gustaba disfrutar del silencio después de tanta algarabía. Casi siempre veíamos al Gringo que entraba al césped a recibir a tres hombre más. Papá me contó que eran jugadores de primera y los mejores amigos del Gringo, y que después del partido, preparaban detrás del arco un asado.
Yo por aquella época, había empezado a llenar mi álbum de figuritas, tuve suerte y en poco tiempo casi lo completé. Un sábado me di cuenta que sus tres amigos figuraban en mi álbum y ese día al Gringo lo expulsaron por primera vez. Las figuritas que me faltaban las gané en el colegio; sólo me restaba la de mi ídolo. Nunca busqué tanto algo en mi vida como a esa figurita. Ningún amigo la tenía, hasta le hice mandar una carta a mi madre, a la editorial que publicó el álbum: ella la compraría, pero nunca nos respondieron. De manera incomprensible el Gringo cada día jugaba peor.
Fui creciendo, me interesaban más las piernas de mis compañeras que las figuritas, y me olvidé del asunto. El Gringo seguía jugando mal y cada dos por tres lo sacaban, relegándolo al banco de suplentes.
Un tiempo después se lesionó y no volví a saber de él. Algunos decían que lo habían vendido a Colombia o que un rey de Arabia Saudita quería comprar su pase. Nunca más leí una noticia sobre él, no lo mencionaban en ningún medio…
Dejé caer el álbum y llamé a un amigo que trabajaba en un diario por si acaso tenía noticias sobre la vida del Gringo; pero él no sabía nada. Fui al estadio y le pregunté hasta al último empleado del club. Resignado me estaba yendo, cuando un hombre mayor que miraba a la primera entrenar, me llamó. Me impresionó su inmensa joroba. Me dijo que me escuchó hablar y que él sabía del Gringo. Dijo que vivía en Moreno y que no era difícil encontrarlo, sólo me aconsejó que no lo llamara por su apodo, sino por su nombre; no le pregunté la razón. El anciano se rió entre dientes y con malicia.
Me subí al tren en busca del Gringo. En un sobre llevaba el álbum, quería hacerle sentir el orgullo que me daba hacer todo esto por él.
Luego de preguntar, llegué a un lugar casi despoblado y encontré una casa de chapa que me dijeron, era la suya. Vi un hombre canoso, enjuto, sentado en una piedra; tomaba mate y le tiraba pan a un perro tan flaco como él. Me costaba asimilar que ese fuera el Gringo, pero lo llamé por su nombre como me dijo aquel hombre:
- Hola Rubén.
El Gringo tiró el mate, se levantó, entró a su casa y salió con una honda y una bolsa de piedras. Comenzó a tirarme con todo y yo tuve que agacharme porque casi me mata. Encima, el perro me arrinconó contra un árbol, y si en ese momento no grito:
- Pará Gringo, pará Gringo…
Soltó su arma y llamó a su perro. Yo me abracé al árbol y vi como se acercaba. Cuando lo tenía a un metro se empezó a reír.
- ¿De qué se ríe?, casi me mata –Le dije balbuceando.
- ¿Sabés pibe cuánto hace que no me llaman por mi apodo?
Me ayudó a levantarme y me invitó a tomar unos mates a su casa. El perro ahora me lamía las piernas. Nos estudiamos un poco, y mientras calentaba la pava miré su humilde casa, pensé en lo viejo que estaba y me pregunté por qué vivía así.
- ¿Amargo pibe?
- Da igual Gringo – le contesté
Otra vez sonrió. Vi todos los trofeos, revistas y pósters en los cuales lucía joven y celebrando los mejores goles.
Me convidó el primer mate y me dijo:
- Cuántos recuerdos pibe, no sabés lo que es estar sólo.
Pareció bajar la guardia y se desplomó en una banqueta. Yo no sabía qué decir, acomodaba el sobre donde guardaba el álbum, y él seguía mis movimientos con atención. Cuando le iba a decir lo del álbum me dijo:
- Disculpá pibe, pensé que eras uno de los prestamistas que me la tienen jurada. Le debo plata a todo el mundo y me imaginé que me venías cobrar; no tengo un mango, mirá como vivo. Todos se olvidaron de mi.
- No Gringo, yo te veía de chico en la cancha, siempre me acordaba de vos y mirá lo que te traje…
El Gringo se levantó y me empezó a mostrar sus fotos, sus notas, todo. Yo enmudecí ante la gloria pasada del hombre que hizo feliz a tanta gente.
- Mirá, hasta en figuritas salía. Qué casualidad, en este paquete de cuatro estoy yo con mis tres mejores amigos. ¿No es increíble? Mirá la facha que teníamos… ¡Sabés como jugaban estos! Disculpame, me decías que me trajiste qué cosa…
Yo me paralicé y no dije nada, ahí estaba la figurita que me faltaba. Me dio vergüenza preguntarle porqué la tenía él, contarle que esa simple imagen era una frustración en mi niñez. Entonces cambié de conversación.
- Un hombre que estaba en el estadio me dijo como encontrarte.
- ¿No será un jorobado no? , mirá que le debo guita.
Me puse colorado y el Gringo empezó a reír, se dio cuenta y me pidió disculpas.
- No pasa nada pibe, no te preocupes, le salió mal al viejo.
En un segundo se fue al baño. Arriba de la mesa estaba la figurita y nada me lo impedía. No respiré y con velocidad la tomé y la escondí en el bolsillo del pantalón.
El Gringo no se dio cuenta y hablamos una hora más. Lo noté triste y me contó de su mala suerte en el fútbol. Sus múltiples lesiones, la frustración de su pase a Colombia y Arabia Saudita; hasta que finalmente se dedicó al juego y a las mujeres. Se retiró en la temporada del nacional 84. Sin embargo, lo que más lamentaba era haber perdido a sus amigos, los asados después del partido. Ahora los miraba dirigiendo a sus equipos por la televisión y soñaba con el día en que se acordaran de él.
Nos saludamos y antes de irme me llamó:
- Pará pibe , pará , tomá …
- No Gringo, no…
- No pibe, ¿sabes cuánto hace que nadie se acordaba de mí? , llévala, con ésta jugué mi último partido.
Ya era casi de noche. Con el álbum y la remera en mi poder me di vuelta por última vez, a lo lejos la luna enfocaba su figura que me saludaba junto a su perro.
Al llegar a mi casa, saqué la figurita del Gringo y busqué algo para pegarla. En ese momento me sentí niño y hombre a la vez.
Por la mañana me despertó el teléfono. Al principio lo ignoré, pero era tal la insistencia que tuve que atender. Era mi amigo, el que trabajaba en el periódico.
- Che qué casualidad, te acordás que el otro día me preguntaste por un tal Gringo no sé cuanto, bueno hoy salió en el diario, le dieron la dirección técnica del Deportivo. Hola, hola, hola ¿estás ahí?…
Todos los diarios deportivos y la televisión anunciaban la vuelta del olvidado Gringo Frezzoti. Tomé el maldito y misterioso álbum, y comencé a reír como loco. Ahora estaba completo, todas las estrellas posaban juntas.
El sábado fui a la cancha con mi bolsa de papelitos. Me acomodé en el viejo paraabalanchas. Cuando detrás del equipo salió el Gringo, todos gritamos su nombre, esta vez no pudo contener sus lágrimas. El equipo ganó 4 a 0. Me quedé como siempre hasta el final. Cuando me iba, vi salir al Gringo al campo de juego. Se tomó la cintura y miraba para todos lados. Me reconoció y me saludó levantando su mano, yo llevaba puesta la camiseta que me regaló. Del túnel aparecieron tres hombres, ahora más avejentados. Se abrazaron por un buen tiempo y se marcharon: un gran asado los esperaba.
Sir George.
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