Se sentó en la mesa del café Horacio Oliveira, sintió el aroma, tomó un sorbo y luego dijo:
La puerta cerrada, una incomodidad que afecta
a todo el cuerpo inmóvil a través de la noche.
Atravesando ese período (¿O parámetro?)
para llevar esta inminente parodia de la
tranquilidad a recorrer estas húmedas calles.
El maldito fuego se anotició de la manera más atroz
y la compleja comprensión no ha dado un minuto de reflexión.
Provoqué tu admiración al encomendarte mi respuesta.
Evoco una estructura incorruptible nuevamente.
No es propio de este momento,
porque éste debe construir su propio cimiento,
su sinfonía para el que la vive,
para el que se arroga un interés
por un escueto manuscrito infame.
Infame la consecuencia,
efectos más que deseados,
un lugar muy luminoso para estos
quehaceres que obliga a un paraíso.
Y sin embargo,
tu desconocimiento no hace más fructífero mi error,
solo lo provoca hasta el infinito
(¿Será hora de tomar malas decisiones?).
No creo que estos sonidos
que invaden mis oídos provoquen un mejor estadio.
Las constantes alarmas invocan un malestar
y un desentendimiento.
Y esporádicamente huyo
de donde las ventanas apenas
abren sus alas por la mitad,
donde sus fuerzas están atadas por una liga arbitraria,
donde abundan una sucesión de ritmos,
donde vasos fríos aclaman un dulce beso
y las más bellas interpretaciones de la mente,
aquél que exige una mejor respuesta a tus incógnitas nocturnas,
donde el ejercer el criterio
(Un difunto ha perpetrado tal maravilla jamás leída, jamás hurtada)
es parte no obligatoria.
Tu nombre ha sido intitulado en silencio ante una multitud.
Horacio Oliveira.
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