Salaito querido.

 Se sentó en la mesa del café Paxcu, sintió el aroma, tomó un sorbo y luego dijo:

Una vez que cruzo las puertas de la calle Mazzini, con mi mágico boleto a la felicidad, todo se transforma y toma color azul y blanco. Mientras camino por detrás del cuadrante que da a espaldas a las casas, voy apreciando como el verde césped brilla de perfección y en lo alto resuenan los bombos y cánticos típicos de la fervorosa hinchada. Las banderas pueblan las escalinatas del lado norte. En el centro una variedad de espectadores, familiares, históricos hinchas, periodistas y, por qué no, algún que otro observador de talentos. En el punto sur, hinchas que se agrupan para safar del sol con la poca sombra que hay, y pibes, como yo, que estamos ahí, solos o acompañados, ansiosos del puntapié inicial.

Mientas mas me acerco, el calor de la tribuna se hace más evidente, el sentimiento comienza a envolverme, a hacerme parte de esta fiesta. Sin pensarlo demasiado, acepto la invitación y busco mi lugar entre aquellos que ya están acomodados. Vestidos con los clásicos colores, con casacas que rememoran glorias pasadas y actuales, con la titular y la suplente. Y también, algún afortunado que posee un gorrito que detalla títulos y campeonatos comparte el lugar entre nosotros. Todos y cada uno de nosotros tiene un pedacito de corazón albo, aunque no siempre se tenga un presente exitoso, siempre estamos.

Con la espera, arranca la ansiedad y el partido, arranca esa ida y vuelta de la caprichosa, como le dijera Wolf. La pelota y los once leones que a sudor y sangre van a darlo todo para poner al querido Salaíto en lo mas alto. El sacrificio de ellos es tan grande que, no deberíamos olvidarlo cuando los resultados no acompañan.

Al unísono se sienten los estruendos de los tambores y el aliento incansable de la gente. Todo el espectáculo esta dispuesto para estos  noventa minutos de agonía extrema.

Mientras el tiempo avanza el corazón pasa por todos los estados posibles, desde la alegría extrema cuando el equipo muestra sus garras, pasando por el tortuoso momento de tener que ir a buscar la bola al fondo de nuestra red. Pero siempre se llega al gozo intenso, al desborde de la racionalidad para dar rienda suelta a la felicidad. Con gritos de guerra que parecieran denostar al rival, para mostrarle en ese festejo de gol que Argentino es grande y su gente también.

El viejo Embarcadero siempre presente y protagonista. Nos regaló dicha, y soportamos tristezas enormes, pero siempre ahí, siempre apostando a salir y estar en lo mas alto. Con corazón teñido de azul y blanco, que se hace sentir entre alientos e insultos al cuervo que toma las decisiones estamos allí, expectantes, impacientes.

Cuando llega el final, los rostros de los seres que me rodeen varían con el resultado de la última hora y media. Cuando la victoria toca a nuestra puerta puede verse júbilo y regocijo entre nosotros, pero cuando la tarde se puso negra pareciéramos raspar el suelo del Olaeta con nuestras largas caras. El hilo de voz que queda es para saludar a aquellos conocidos que hemos hecho en ese templo del fútbol, en nuestra casa.

Ahora solo queda esperar con ansias el próximo sábado, para volver a vivir una nueva experiencia sin igual. Un show que, más allá de los puntos, se disfruta y se sufre, se festeja, y se llora, porque Argentino de Rosario es una dulce condena que nunca se va a terminar.
 

Paxcu.

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