Pisando suertes.

Se sentó en la mesa del café Cecilio Pastrami, sintió el aroma, tomó un sorbo, y luego dijo:

Ya desde mitad de cuadra se veía la mierda que, en la esquina, descansaba apuntando al cielo. “Derecha” intuyó sin siquiera dejar a la palabra formarse, por la izquierda quedaba poca vereda y encima, había un arbolito que podía tornarse complicado. En eso estaba cuando se dibujó en su mente, inexplicable, la imagen de Viviana.
El cerebro teje redes insólitas” hubiera podido pensar si la idea-Viviana no se hubiera apoderado de su conciencia. Era siempre él quién llamaba. Hacía casi una semana que se habían visto por última vez y ni siquiera un mensaje. Javier temía a las relaciones, temía mucho pues iba de desengaño en desengaño.
Y no era para sorprenderse. Javier no era agraciado, ni en cuerpo ni en alma.
Volvió a recordar la peculiar nariz de Viviana, su gracil cuello que tan bien se escondía entre sus hombros cuando reía.
En ese instante retomó (ya se sabe, por esas inexplicables conexiones del cerebro humano) la conciencia del peligro del poderoso cerote que custodiaba la esquina, pero se tranquilizó al ver que todavía faltaban unos veinte metros para llegar.
Ahora, más cerca, podía maravillarse en su contemplación. Era, como había imaginado, una de esas mierdas perfectamente cagadas. Se adivinaba una consistencia cremosa y un color muy delicado, salteado de pequeñas pintas amarillas. Era evidente que no tenía mucho tiempo allí, “si seria invierno, todavía estaría humeando” se dijo mientras sonreía “es increíble que el ojete de un perro pueda demostrar semejante cualidad artística” completó
Pero lo más asombroso de todo era la forma, un firulete con la forma de un suspiro completamente simétrico. Javier se alineó hacia la derecha, faltarían diez pasos para llegar. No podía dejar de mirar el sorete y otra vez lo atacó el recuerdo de Viviana. Recordó los besos que, con gran esfuerzo, había podido robarle y lo inundó aquel sutil aroma a albahaca que desprendía su aliento, la descuidada torpeza con la que sus grandes manos acariciaban.
Allí fue (faltaban cinco, quizás cuatro pasos para la mierda) cuando sintió (quizás temíó) que Viviana era el último tren y que se le estaba escapando. Sin saber por qué ralentizó su marcha a la mínima expresión posible, todavía no había llegado a aquel cerote magnífico que descansaba impertérrito.
Pensó en su amigo Jacinto,en su ridícula teoría de que la base de todas las relaciones es la suerte y que “a la suerte a veces hay que ayudarla
Ni siquiera eran pensamientos, eran imágenes que se desplazaban a la velocidad de la luz por su cabeza.
Y la suerte está aquí. Ante mí” fue la frase que visualizaba mientras desviaba sus pasos a la izquierda, cada vez más a la izquierda.

 Cecilio Pastrami.

3 comentarios:

  1. jajajaja a la suerte hay que ayudarla!! me gusto, porque si bien es simple, abre la puerta a numerosas charlas sobre las reacciones humanas.
    A pesar de ser escatológico es gracioso, quien no haya hecho alguna estupidez de estas que tire la primera piedra!

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  2. gracias por publicarlo...vi tanto poema sobre corazones rotos y amores imposibles que se me ocurrio ponerle un poco de humor al asunto. hay q desdramatizar un poco!

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  3. Totalmente de acuerdo! ;)

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