Una tercera sombra.

Se sentó en la mesa del café Horacio Oliveira, sintió el aroma, tomó un sorbo y luego dijo:


Y esperaba esa imprecación hacia mí porque llegaba tarde a todos los compromisos. No había demasiada novedad en aquellas actitudes conminativas de desprecio.

Fue una nueva tarde soleada, la gente en derredor, acaso proponía atención a nuestra presencia. Creo haber percibido la existencia, de lo que podríamos llamar una tercera sombra. Pude inferir que nos proponía una especie de mediación. Constituía una tregua entre tu desdén, tu deseo de evasión, tu estructura a punto de establecerse ante la falta de oportunidad, ante tu deseo de ser la estrella más diáfana en los futuros cielos, a los cuales las noches te ofrecían.

El viento anunciaba que era tiempo de sentir nuestros cuerpos sobre la tierra despojada y vituperada por aquellas muchedumbres. El sol no nos ofrecía demasiada luminaria. El frío ya se adueñaba de una suerte de despedida sin retorno, sin cruce de palabras, sin sentencias por apelar. Aquella tercera sombra, como testigo raso de sus ignorancias y pubertades, era una mera intermediaria.

Un determinado calor, un sudor que porfiaba el frío, representaba un aliado.

Los intentos, las reiteraciones. El horizonte proponía su esplendoroso ocaso. Por cuestiones razonables a cosas de las cuales la razón era más que prudente (Aunque se hubiera podido saltar de aquel vagón  que nos transportaba hacia un solo lugar, con un solo objetivo, un solo destino, tal vez errático, tal vez acertado, con los mismos sollozos, con los mismos augurios, con los posteriores estados individuales) decidimos partir. Las calles fueron más que altruistas. Algo pretendía desde mi interior.

Nunca pudimos derribar esos muros impenetrables, jamás decidimos cortar las flores de bellos jardines ajenos, nunca rompimos espejos luego de habernos divisado los rostros en su más mísera versión. Nunca perdimos horas importantes sin interrogarnos ni entablar razones legítimas.

Ya el itinerario llegaba a su fin. La tercera sombra dejó su marca imborrable. Su sonrisa, sumada a su presencia, levantaba su vuelo. Sus ojos bondadosos y con ansias de verdad hacia su mente y corazón, me hizo comprender las conjeturas que ataban a la mía.
Un viento atroz e insurrecto se adueñó de mí en aquel paraje. Pronto habría de llegar siempre a todo aquello que abre las puertas a mi propio mundo.

He llegado. Quizás no ha sido una original réplica de encuentros pretéritos. Tal vez la infamia, la atrocidad del ejercicio de las palabras provocan un hueco más profundo en esta pared(1).




(1) Tiempos nunca olvidados, pero sí condenados ante la infinita posibilidad, acaso remota, de otorgarle otros tipos de prerrogativas a mi destino, lo cual, en prospectiva, me dejaría el margen de ser revestido con otro tipo de título o epíteto o ser atacado por otros eufemismos. Tal vez me hubiera enseñado a ser más indulgente.

\"El ejercicio de tu razón es la que me hace sentir un poco más vivo. Acaso me perdonas por la inocencia, pero en tu alma brilla una nueva oportunidad para mí.\"



Horacio Oliveira.

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